Desde muy chico, el autor de esta nota fue asiduo concurrente al Club Argentino de Ajedrez, la meca para los amantes de los tableros. Hoy recuerda las huellas que quedaron allí del enfrentamiento entre el ruso Alexander Alekhine y el cubano José Raúl Capablanca, el duelo entre Bobby Fischer y Tigran Petrosian y, en especial, el final sangriento de un amor no correspondido.
Nadie sabía el nombre de pila del individuo que se apellidaba Magliarella. Fue en 1971 cuando cumplió dos décadas en la conserjería del Club Argentino de Ajedrez, que aún hoy funciona en una elegante casona de la calle Paraguay, a metros de Callao. Él se encargaba de abrir sus puertas, de atender el teléfono y de cobrar las cuotas, cosa que hacía a domicilio. Por esa razón, una vez al mes acostumbraba a tocar el timbre de mi casa familiar.
Yo tenía 13 años y le dedicaba al juego ciencia más atención que a mis estudios. Tanto es así que todas las tardes acudía al club a despuntar ese vicio.
Recuerdo cuando Magliarella me entregó mi carnet de socio. En aquella ocasión, así como al pasar, me dijo:
–Acompañame, pibe. Quiero mostrarte algo.
Entonces fuimos en un pequeño ascensor al segundo piso. Allí, dentro de un cubo con paneles de vidrio, se exhibía la mesa-tablero en la cual, a fines de 1927, el ruso Alexander Alekhine le arrebató el título mundial al cubano José Raúl Capablanca, después de 34 partidas. Ese match fue disputado en la primera sede del club, sobre la avenida Carlos Pellegrini 449, frente a la plaza donde diez años más tarde se levantaría el Obelisco.
En el tablero en cuestión, dos peones blancos, una torre por bando y los respectivos reyes, eternizaban la posición final de la última partida.
Frente a ese altar pagano, Magliarella trazó con pocas palabras algunas pinceladas biográficas del vencedor. Así supe que por sus venas corría sangre de abolengo; que después de la revolución bolchevique se convirtió en un conspirador anticomunista; que durante la ocupación alemana en París fue un agente nazi y que, al cabo de una vida tan compleja, la muerte lo sorprendió, en 1946, al atragantarse con un huesito de pollo.
Magliarella concluyó el relato de esa paradoja con una sonrisa burlona.
El tipo, que poseía una contextura regordeta y un leve parecido a Pedro Picapiedra, me caía bien.
Diariamente permanecía junto a la entrada, apostado ante un escritorio que disimulaba su baja estatura. Y al anochecer solía ocupar uno de los sillones del primer piso, para enfrascarse en tertulias con los socios.
Su conversación era agradable. Magliarella tenía la virtud de ser preciso en sus conceptos; atesoraba un amplio repertorio de anécdotas y remataba sus dichos con una risita que le iluminaba el rostro.
Perder la dama
En esos días, la dictadura del general Alejandro Agustín Lanusse no transitaba por su mejor momento. Los ecos del Cordobazo –en 1969– y de la ejecución del general Pedro Aramburu –en 1970–, junto al inminente regreso de Perón al país, incidían en la debacle del ciclo militar. De manera que la realización en Buenos Aires del duelo entre el norteamericano Bobby Fischer y el soviético Tigran Petrosian (con el propósito de definir quién sería el rival del campeón del mundo, Boris Spassky) fue para el régimen una bocanada de aire fresco.
Desde un plano global, la nacionalidad de los de los contendientes hizo que el ajedrez fuese la continuación de la Guerra Fría por otros medios.
Y para el club, el asunto fue sencillamente una bendición de Dios.
Porque Fischer, un geniecillo disfuncional e irrepetible al que la prensa trataba como un rockstar, solía ser llevado en las noches a la casona de la calle Paraguay por sus laderos locales, el joven ajedrecista Miguel Ángel Quinteros y Antonio Carrizo (quien, en paralelo a su oficio radial, era el interventor de la Federación Argentina de Ajedrez). Tales visitas, además de acuñar otro hito de la institución, encarnaron una circunstancia que sus testigos contarían una y otra vez a hijos y nietos.
Lo cierto es que desde entonces, Magliarella supo hablar de Fischer con una familiaridad que causaba la envidia de sus interlocutores. Sin embargo, lo describía como un “border”:
–Bobby es estúpidamente infantil, obsesivo hasta la exasperación y casi siempre a punto de montar en cólera.
Sabía de lo que hablaba, dado que había vivido en carne propia el rigor de ese temperamento irascible. He aquí su relato sobre dicha experiencia: