Cada vez que me roban, pierdo o se me rompe el teléfono celular me pasa lo mismo. Las primeras dos horas son de abstinencia absoluta: a la desesperación habitual por la inconexión se van sumando la taquicardia, una transpiración fuera de lo habitual y la sensación de estar caminando en el aire. Estos síntomas se agudizan cuando la perdida, extravío o descomposición del aparato sucede de noche, en vísperas de un paro y si en mi casa (me acabo de mudar) no tengo internet ni teléfono fijo. Son las 22.00 hs y, luego del intento fallido por colgarme del wifi de un vecino, salgo como una estampida en búsqueda del bar más cercano en donde pueda conectarme un rato con la notebook. Más tarde, la abstinencia comienza a ceder con ducha y descanso. Al otro día no queda otra que relajar (comprar o reparar un teléfono un día de paro es casi una osadía). De repente, comienzan a suceder cosas extrañas: “¿Esa biblioteca estaba ahí?” ¿De dónde salieron estos discos? Guau, mirá ese balcón.” El tiempo comienza a ser de chicle: tengo espacio para lavar la ropa a mano, cocinar, reescribir el tratamiento de un guión que hace meses no puedo encarar “por falta de tiempo”, terminar el libro que venía leyendo y empezar otro, escuchar varios CDs mientras veo la tapa del disco y recuerdo la Tower Records de Av. Santa Fe, conversar cara a cara con mi hija y volver a nadar. Al tercer día, comienzo a dudar si efectivamente quiero recuperar mi linea de teléfono o seguir viviendo en esta fantasía accidental de hacer las cosas que me gustan.
Yo, desde un cybercafé.
Por: Nicolás Herzog